Pandemia en tres tiempos

En recuerdo de Goio Etxebarria, de Chato Galante y de Jose Luis Zumeta. Seguiremos vuestro ejemplo, ¡va por vosotros!

(Por Iñaki Bárcena Hinojal, dentro del proyecto «Pandemia eta gu» https://pandemiaetagu.eus/ )

¡Teníamos razón! Solo aquellas personas que tienen más de 100 años pueden decir que han vivido una epidemia de parecido calibre a la que estamos sufriendo en el 2020. Fue la que ocurrió en 1918, mundialmente conocida como la gripe española y que costó a la humanidad más de 50 millones de muertes en un sólo año. No hay muchas dudas de que su vector principal de propagación, fueron los ejércitos que se hallaban en plena conflagración, en la Primera Guerra Mundial (1914-1919). Aunque curiosamente recibió el nombre de una nación que no entró en la Gran Guerra. Un siglo después asistimos a una pandemia, que ha viajado en avión por todo el mundo y se ha desarrollado en los 5 continentes de manera fugaz.

Más allá de las teorías conspiracionistas, que no comparto, sobre los posibles orígenes en la investigación militar y en intereses geoestratégicos, creo que la mejor de las explicaciones científicas, es aquella que sitúa el origen de la pandemia en la crisis de biodiversidad generada por nuestra especie. Los procesos de ataque a los ecosistemas y la incesante deforestación, son las causas más plausibles de la generación del COVID-19. La invasión y destrucción de los hábitats de otras especies apunta a ser su origen. Especies que acorraladas por el género humano, nos han transmitido este, para nuestra especie, nuevo virus.

Son muchos los artículos de científicos y ecologistas que nos recuerdan que esta irrupción destructiva sobre los ecosistemas está en la base y origen de la enfermedad y que su expansión ha sido mucho más fuerte y letal en ciudades y zonas con alto grado de contaminación, sobre todo atmosférica. Contaminación que afecta a nuestro sistema respiratorio e inmunológico.

No hay muchas dudas. Los y las ecologistas teníamos razón y la ciencia lo respalda. O la humanidad respeta los límites de reproducción de la vida y los ciclos naturales que la sostienen o el colapso está asegurado. Lo estamos comprobando.

A pesar de que siga habiendo gente empeñada en evitar el colapso y revertir las diversas crisis que padecemos, por ejemplo , con el uso y desarrollo de las nuevas tecnologías, no hay duda de que la vida seguirá a pesar de los reiterados e innumerables ataques contra ella, generados por el “Homo sapiens”. Más allá del nuevo empeño prometeico por “salvar el planeta”, se trataría, a mi juicio, de lo que Barry Commoner llamaba estar “en paz con el Planeta”. De “parar” las continuas agresiones por Tierra, Mar y Aire que nuestro sistema de producción y de consumo ha acelerado en la era de la globalización neoliberal.

A pesar de que sobre el papel “todos defendemos el Medio Ambiente”, creo que somos más parte del problema que de la solución, aunque, como casi siempre, las causas y las responsabilidades de la crisis ecológica han de repartirse de forma bastante asimétrica entre la población de la Tierra. Ni los países y continentes más “pobres”, ni los entornos más superpoblados, son los generadores de mayor huella ecológica. La copa de champán, esa figura que aparece cuando se representan las desigualdades entre los cinco quintiles de la población mundial, se alarga continuamente. El 20% que vivimos en el vaso superior consumimos más del 80% de la energía y los materiales del metabolismo social planetario. El resto de la Humanidad, aparecen representados en un alargado cono invertido que se estrecha hacia abajo, donde se sitúan las 4/5 partes de los habitantes del mundo, que han de conformarse con menos del 20% restante. Esto ha generado una deuda ecológica injusta, inmoral e insostenible que nadie desconoce. Sólo el fin de las políticas extractivistas y el decrecimiento material y energético en los países enriquecidos y la distribución equitativa de los recursos naturales, entre los países y dentro de los mismos, hará posible frenar la pérdida de diversidad y estar en paz con nuestros congéneres y con el resto de especies del mundo vivo.

Incluso en la “pequeña” sociedad vasca, no todos tenemos los mismos niveles de consumo, de energía y materiales, que son la base del problema al que nos enfrentamos. Somos muy privilegiados social, cultural y económicamente, es obvio. Pero si nos comparamos con las comunidades de nuestro entorno o con la media del mundo, tenemos una gran deuda ambiental con los países de donde extraemos los recursos que alimentan nuestra industria, nuestro modelo de transporte y nuestro “modus vivendi”. La copa de champán de nuestra sociedad no es tan alargada, no hay tanta diferencia entre el 20% más enriquecido y el resto, pero la escasez, la pobreza, la fragilidad y la vulnerabilidad existen y las diferencias se agrandan, más en una época de pandemia y crisis.

El colapso ha llegado a nuestra puerta. Como en el cuento del lobo, lo que el ecologismo venía advirtiendo durante décadas, ha sucedido. Todas hemos visto como la paralización del sistema productivo, del transporte y del comercio ha traído no sólo imágenes inusuales en calles y plazas, playas y balcones, sino también unos niveles de contaminación acústica y atmosférica inimaginables. Es vergonzante para los gobiernos del mundo, lo que las organizaciones ecologistas plantean con toda la razón: Este colapso productivo ha conseguido en tres meses, más resultados en la reducción de emisiones de CO2, que 25 años de negociaciones en el seno de las Naciones Unidas para aplacar el cambio climático.

Sin embargo, además de los aspectos medioambientales, esta pandemia también ha supuesto un duro golpe para millones de familias y personas vulnerables en situación de precariedad. El colapso es siempre muy desigual y clasista. Aunque el virus no distinga entre ricos y pobres, entre gobernantes y proletarios, los impactos sobre las clases empobrecidas son alarmantes. Estar confinadas en 40 metros cuadrados sin balcones, ni terrazas no es lo mismo que pasar dos meses sin poder salir del Palacio de la Zarzuela. Es evidente que esta crisis también está sirviendo para evidenciar que hay discursos, agendas y propuestas ecologistas diferentes. Tenemos la suerte de vivir en un país donde el ecologismo se ha nutrido durante décadas de los valores y postulados de la izquierda anticapitalista y en estos lares, el ecosocialismo es un valor en alza. De no ser así, nadie hablaría hoy de Zaldibar, con la que está cayendo. Ni del lindane de Lemoiz o los vertidos de Zubieta. Esas “insignificantes” anécdotas de la agenda medioambiental no son separables del contexto pandémico. Y no es que, de repente e interesadamente, “todo tenga que ver con todo”. Salud y ecología son inseparables, como lo son salud y lucha de clases.

Tenemos serios problemas para cambiar el rumbo. Tener razón no es sinónimo de llegar a vencer. Los siglos XIX y XX, incluso las dos primeras décadas del XXI, están repletas de derrotas de las fuerzas emancipadoras que en el mundo han sido. Que te asista la razón, no es sinónimo de que la Historia te la dé. Hubo también victorias, por supuesto, pero los grandes esfuerzos realizados por conseguir hacer realidad los lemas de la Revolución Francesa (libertad,igualdad, fraternidad) han sido insuficientes para cambiar el ritmo devastador del capitalismo. Las clases medias del mundo hemos sido el colchón sobre el que se ha asentado la derrota de esos ingentes esfuerzos por “cambiar el mundo de base”. Y en la coyuntura de este coronavirus distorsionador, vuelve a aparecer la amenaza de una nueva derrota, como ocurrió en la crisis financiera del 2008. El “socialismo de los ricos” fue la respuesta mundial a la bancarrota del sistema financiero y bancario capitalista. ¿Qué podemos esperar de esta nueva crisis?

Esta pandemia viene de la mano de un “shock” superior con creces al del 2008. Son muchas las voces que nos advierten de los innumerables ataques a los derechos “fundamentales” que se están poniendo en marcha. Naomi Klein nos habló del uso de las terapias de choque para amedrentar y aleccionar a las diversas poblaciones del mundo y ponerlas al servicio de la globalización neoliberal de Chile a Rusia y de Polonia a Sudáfrica. El experimento no ha cesado. Sin duda la pandemia es una oportunidad de oro para poner en marcha políticas de control social utilizando las nuevas tecnologías. Como comenta el filósofo coreano-berlinés, Byung-Chul Han, para enfrentarse al virus en algunos países (China, Japón, Hong-Kong, Corea, Taiwan, Singapur…) se ha apostado fuertemente por la vigilancia digital. Sus gobernantes sospechan que el big data podría encerrar un potencial enorme para defenderse de la pandemia. A su juicio, en Asia las epidemias no las combaten solo los virólogos y epidemiólogos, sino sobre todo también los informáticos y los especialistas en macrodatos. Y esto porque en estas sociedades, a su entender, el confucianismo ha ayudado a generar una cultura de aceptación de la autoridad del Estado y la conciencia crítica ante la vigilancia digital es prácticamente inexistente.

Personas de ambos lados de los Pirineos hemos firmado uno de esos manifiestos que por decenas se han producido de Marzo a Mayo del 2020. Se titula “La necesidad de luchar contra un mundo ‘virtual’. Contra la doctrina del shock digital“ y trata de hacer hincapié en el ataque múltiple que estamos sufriendo en nuestros derechos y libertades políticas, en nuestra salud y en los servicios públicos por la vía de la robotización, del uso de las tecnologías digitales para el control de nuestros movimientos y así “salvarnos de la pandemia”. Como nos recuerda Edward Snowden en sus memorias, todos estos datos obtenidos en periodos de crisis y shock nunca se borran. Las nuevas tecnologías pueden aportar, sin duda, soluciones a algunos problemas, pero somos de la opinión, como reza el manifiesto, de que el crecimiento vertical y desbocado de la tecnología únicamente puede ser fuente de colapsos ecológicos y sanitarios. Son una parte central del problema.

Por otro lado, estamos conociendo un recrudecimiento importante del desempleo y de la precarización de los sectores más vulnerables de nuestra sociedad y en los próximos meses la situación tenderá a agravarse. Y cuando vienen mal dadas, aumentan el racismo, la xenofobia y los ataques a las comunidades migrantes. El “otro”, el invasor, el que no está en su debido sitio, se convierte en el chivo expiatorio. Recuerdo que en la década de los 80, la gente coreaba: “La crisis social que la pague el capital” frente al desmantelamiento industrial. En aquel proceso de “reconversión” aprendimos que las grandes empresas públicas o privadas trataron mejor a sus trabajadores que los pequeños y medianos negocios. Que la fuerza sindical y las movilizaciones de miles de obreros producen respeto a la clase política y a las élites económicas. En los próximos meses la movilización social será definitiva. Sólo si millares de jóvenes y de mujeres precarizadas, de pensionistas, trabajadores por cuenta ajena y funcionarios públicos se movilizan podremos parar el golpe. ¡Solo la lucha paga!

Está crisis ha demostrado que el Estado y el mercado, a veces, pueden también responder a lógicas e intereses coyunturales enfrentados. La defensa y el reforzamiento presupuestario de la sanidad pública es el ejemplo más evidente. Pero podríamos seguir por la enseñanza pública, los residuos o la energía. Son y van a ser, de ahora en adelante con mayor virulencia, terrenos de disputa entre la lógica mercantil de la acumulación y el beneficio particular por un lado y el derecho universal y el servicio público por otro.

La crisis pandémica ha vuelto a reactivar el debate y la defensa del new deal, del pacto social interclasista en defensa de los intereses nacionales de la mayoría. Gentes de izquierda y ecologistas de todo el mundo occidental, desde Australia y Nueva Zelanda hasta los EEUU y Canadá, pasando por el continente europeo y las islas británicas, añaden a la propuesta el adjetivo green. Es decir, las nuevas políticas económicas y sociales a poner en marcha en un futuro próximo, no pueden seguir por la vía del extractivismo y el aumento de emisiones de CO2. Hace más de 20 años los dirigentes de la Unión Europea, nos hablaban de crecimiento sostenible y de desmaterialización de la economía. Pero los resultados son otros: Insostenibilidad y colapso.

El decrecimiento no da votos, nos dicen algunos defensores del Green New Deal. Además, sabemos que con la crisis vírica las arcas públicas van a recibir menos ingresos. Así que, habrá que optar entre nuevas formas de crecimiento verde (green economy- green capitalism) y el decrecimiento justo y sostenible.

¿Tendremos audacia? El COVID-19 ha puesto una vez más en entredicho el proyecto del Tren de Alta Velocidad en Euskadi y Navarra, tras 14 años desde el inicio de sus obras en Urbina (el proyecto se diseñó mucho antes, a principios de los 90) la mayoría sindical vasca y una buena parte de la sociedad civil están pidiendo la paralización de las obras y la dedicación de ese presupuesto público para paliar y atender las necesidades básicas de los sectores sociales vulnerables más desatendidos. Incluso en algunos sectores de los partidos gobernantes se están planteando esta posibilidad y eso es algo a tener en cuenta y no aflojar la presión hasta conseguir la moratoria del proyecto.

El 30 de Enero pasado en Euskal Herria tuvimos una experiencia de movilización social, de nuevo cuño, en defensa de la vida digna. Sindicalistas, feministas, ecologistas, anti-racistas, juventud y tercera edad, estudiantes y pensionistas trenzaron sus manos de forma ejemplar. Como casi siempre, los voceros del sistema y del “pensamiento único” trataron de minusvalorar su impacto, pero me temo que la singularidad y ejemplaridad de esta Huelga General (como las dos Huelgas del 8 de Marzo del 2018 y 2019) son una semilla que puede fructificar. Calor humano, abono natural y aguas limpias hacen falta.

En el legado de esta pandemia quedará el recuerdo de un Primero de Mayo sin gente en las calles, plazas y avenidas del planeta. Un cúmulo de espacios públicos deshumanizados, yertos, vaciados. Y sin gente movilizada, no hay futuro. Protesta y construcción de alternativas van de la mano. Y esa es a mi entender la encrucijada en que nos encontramos.

Hemos asistido en estos dos meses largos de confinamiento a un sin fin de iniciativas nacidas desde el seno de los movimientos populares vascos, como la Caja de Resistencia “ Bizi-Hotsa”, la Mesa Técnica propuesta por el movimiento feminista, la defensa de los mercados y ferias locales de los y las baserritarras, las redes de apoyo a familias y personas vulnerables en cada barrio, pueblo y ciudad. En el lado positivo de esta pandemia hemos de colocar la reinvención de la solidaridad, tan necesaria y útil para poner en marcha medidas urgentes de ayuda a los sectores más necesitados.

Además de estas medidas urgentes, en el tejido social-sindical y político vasco, en eso que hemos venido a denominar el eco-socialismo-feminista, se está promoviendo una RED en defensa de la vida que atienda tanto a la solidaridad con aquellas personas y colectivos más golpeados por esta crisis, como a desarrollar una mirada y una estrategia a medio-largo plazo que plantee los cambios a realizar en las políticas públicas (sanidad, educación, cuidados, vivienda, energía, residuos, agua, transporte público…). Una transición ecosocial que nos ayude a “aterrizar, como plantea Bruno Latour.

Frente a quienes vaticinan el ocaso del transporte público por el miedo al contagio, la emergencia climática y energética nos obligan a plantear constructivamente el confinamiento del coche privado. Se trata de aprender de los miles de ejemplos positivos existentes, estudiar su viabilidad, barrio a barrio y pueblo a pueblo y demostrar que hay “otro transporte posible”.

Una veces, llamando a las puertas de la Administración Pública en sus diversos niveles para implementar reformas legales y lograr apoyo institucional para poner límites a la acumulación y a la riqueza, a la propiedad privada y al despilfarro. Y las más de las veces, desde abajo, desde los ejemplos prácticos. Desde proyectos sociales impulsados integralmente por la sociedad civil, movimientos sociales alternativos y redes de colaboración y solidaridad para trenzar la soga que sostenga los nuevos proyectos comunitarios.

En el tiempo de la pandemia, ser audaces significa, como plantea el Espacio Ecosocialista Vasco, cuidar (red de cuidados), proteger (servicios públicos básicos), reducir (producción, consumo…), distribuir (riqueza y trabajo) y reforzar (fortalecer a la ciudadanía). ¡Seamos audaces!

Iñaki Bárcena Hinojal es:

Licenciado en Derecho (1980) y Doctor en Ciencias Sociales y Políticas (1990) y contratado actualmente para realizar labores como profesor e investigador en la Universidad del País Vasco desde 1984, primero en el Dpto. de Derecho Público y Estudios Internacionales y posteriormente en el de Ciencia Política y de la Administración.

Investigador visitante las Universidad de Bradford (School o Peace Studies-1986-87), Hamburgo (Hochschule für Wirtschaft und Politik. Hamburg Universität 1996), y Nevada (EHU-USAC-Nevada University 1999).

Miembro del equipo de investigación PARTE HARTUZ desde sus inicios en el 2002 y coordinador de EKOPOL desde 2018.  Activista de Ekologistak Martxan y del Espacio Ecosocialista Vasco.

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